No dormí bien aquella noche, los relámpagos inundaban la habitación
con esa luz, esa luz… Que ni bien me abandonaba, me dejaba incompleto, me cercenaba el alma,
ya sin alma…en el silencio. En el silencio una luz, inesperada, me desbordaba
de sonido con un enceguecedor mundo de recuerdos en medio de esa oscuridad que
todo lo abarcaba. Era demasiado hermoso, como el hermoso final del final de un
cuento… demasiado hermoso para dormir.
Por la mañana no
fue el sol quien me despertó, como sucedía habitualmente. Sino la lluvia, o el espíritu
de la lluvia que se lloraba agritos, y me lloraba. Me desperté mudo, sin alegría.
Sobre la ventana estaba esa música de agua que hundía sus dedos en los vidrios…
me acerque a ella y mire durante un largo rato, todo estaba allí: la casa de
enfrente oculta entre los árboles, el parque, la calle. Parecía como si una
tenue luz estuviese en todas partes sin dirección y sin sombra. Algún charco
que otro reflejaba nada.
Quizá ya sea tiempo
de detenerme a explicar como se desarrolló lo que habría de acontecerme. Había
esperado ansiadamente ese fin de semana para salir, y poner en práctica la puntería
de mi cámara de fotos, y de mi ojo. Desde hace muchos años que me dedico a la
“Caza Fotográfica”; competencia con migo mismo, que deja trofeos de nitrato de
plata… Cazador de almas, animales, romances, cazador de soledad, angustia,
inmensidad…
Y aquel, era uno de
esos días en que podría robarlo todo, sin límites: soledad, angustia, almas y
romance. Pues a diferencia de lo que muchos imaginan, los días de lluvia son
para un fotógrafo, ideales. Muy por el contrario, las mañanas soleadas con sus
sombras, dan duros contrastes difíciles de manejar. Pero la luz, en la
atmósfera de la lluvia, se muestra suave y envolvente como el cuerpo de una mujer,
y hasta se diría, que se deja acariciar.
Fue así como la
lluvia quebraba contra los cristales… arrojando sobre mi el aliento de una
necesidad. El techo del cielo, cubierto sobre el mundo con una espesa entretela
de conglomerado gris, me habló de palabras, objetos y sensaciones tan disímiles
entre si, que no supe muy bien a que atribuírselas en un principio. Observando
a la lluvia que transcurría en su lenguaje de tormenta y nubarrón, pensé: en
relojes detenidos o sin tiempo, pensé en espejos y en el frío mercurio gris que
despoja a los reflejos de su vida, pensé invariablemente en grises instantáneas
fotográficas. Sentí el gusto de una gris bocanada de humo proveniente de mi
cigarrillo. Y por fin pensé, en un grisáceo y difuminado desnudo que había
fotografiado años atrás: de una novia ya olvidada.
La lluvia que comenzó a diluirse, se transformó en una intensa garúa
que empañaba los vidrios, y empañaba los espejos, y quizá mis ojos empañados
allí sobre el reflejo del cristal. Entonces la necesidad se hizo más intensa.
Una brisa de aire se deslizo por una rendija de la puerta de entrada. Y pronto,
me vi expulsado hacia ese clima de blando y agamuzado gato durmiendo. Fue
entonces que me decidí a recorrer la ciudad, con el impreciso fin de capturar
alguna extraña y fugaz imagen bajo la lente de mi cámara de fotógrafo. Tome el
piloto, algunas lentes, y me colgué la Cámara al cuello. Cuando cerré la puerta
de mi casa y las primeras gotas se deslizaron sobre mi rostro, supe con
certeza, que había elegido el día apropiado para fotografiar a la vida...
Extrañas y comunes a la vez fueron las fotos que tomé de la ciudad,
bajo el candado de la lluvia que se me antojaba tan espeso y gris, como el
telón del cielo: un tranvía, la estación de trenes, un gato soñando tras una
ventana, automóviles, calles desiertas, etc... Fueron estas algunas de las
imágenes que capture, mientras esa extraña tristeza de los días lluviosos me
embargaba, con su aliento o sabor a ¨Nada¨, mezclándose a todo, o rebullendo tras
las imágenes que secuestraba la lente de mi objetivo; y tragándose a ese vacío que
mas que una tristeza me sonreía con los labios de la melancolía. Quizá a partir
de ahora debería llamarlo así a ese gris impenetrable de la lluvia y el
asfalto, que me embarga como un dulce
final que veda a mis ojos de todo otro color: Melancolía.
Y porque hallé a esa presencia que quizás ningún fotógrafo se atreva
a revelar en su cuarto oscuro y a solas... porque lo encontré sentado en un
banco de plaza, bajo la lluvia. Porque era muy anciano, y me llamo la atención
es la soledad en la que se encontraba, mojándose premeditadamente, aguardándome
premeditadamente. Y aunque hubiera sido
una muy buena cara para fotografiar, en ese instante en que lo vi, como un
fantasma, me quedé paralizado, sin atreverme a digitar mi dedo sobre el
disparador... pues me quedé quieto observando hacia su ojos y los contornos de
su cara, que bajaba hacia un cuerpo enjuto y encorvado bajo el sobretodo.
Sus ojos eran de un penetrante indagar, como si esos minúsculos botones
del terciopelo gris se preguntaran en ese instante, sobre el intervalo
inconcluso entre la nada del todo: ese espacio que sólo el silencio puede abrir
como un abanico y en el que transcurre la vida. Su cabeza calva, puntiaguda y
opaca, describía un cráneo que sólo algo como la filosofía podía conjeturar. Se
notaba que en el, la metafísica viajaba entre ceja y ceja. Su rostro era
pálido, conciso, ahuecado, de prominentes pómulos y surcado por anchas y
filosas expresiones; pero que en su conjunto sugería, una dulce tristeza: el ala
partida de una gaviota entre nube y nube, la aleta de un delfín, la piel tersa
y mojada de un elefante. Arrugas hundiéndose hacia el negro de los pensamientos
y dilatándose hacia un blanco de tiza muerta. Y la palidez, que coagulaba un
extenuado blanco, caía como solo pueden caer las cosas que llegan a su fin.
Luego su sobretodo negro, cubría un cuerpo que se notaba era un guiñapo de piel
pegada a los huesos. En cambio las manos, firmes, se posaban una sobre la
rodilla y la otra, haciendo un huequito, cubría de las gotas un cigarrillo envuelto en espesas
volutas de humo. Los zapatos al igual que sus ojos, también eran de gamuza.
Aterciopelados zapatos y aterciopelados ojos. No llevaba lentes, pero se notaba
que su nariz, como de ave, había sido sometida a este artefacto. Se notaba que
había leído tanto como se había escrito sobre
el, pues los negros tipos de imprenta y los blancos lechos de papel también le
pertenecían.
Luego, viéndolo allí, meditándolo u observándolo todo desde ese
lugar tan apartado de un banco de plaza…expuesto ante la lluvia; me pregunte
como seria su voz, porque la imaginaba profunda y apagada por el tiempo. Una
voz que hablaba del tiempo. Cuando me acerqué, el anciano alzo sus ojos como si
me aguardara…y entonces le pregunte la edad. Por supuesto que el anciano, sonrió,
después de decirme: ¨ Mi joven fotógrafo, los colores no tienen edad, pero de
todos ellos es el gris el primero que envejece ¨. Sin lugar a dudas era el gris
el color que mas relacionado estaba con mi vida.
Luego de esta respuesta, alcé mi cabeza al cielo y las nubes se
abrieron como un telón que pronto se descubre para otra función. Entonces el
sol cayó a borbotones, la ciudad volvió a recuperar sus otros colores y el gris
se disolvió… que me dejo como un gris en el alma, decidí abandonar para siempre
mi afición a la fotografía, es decir al gris, a ese termino medio entre un
blanco y un negro; para dedicarme desde entonces, a los colores.
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