miércoles, 9 de noviembre de 2011

CAZADOR


No dormí bien aquella noche, los relámpagos inundaban la habitación con esa luz, esa luz… Que ni bien me abandonaba, me dejaba incompleto, me cercenaba el alma, ya sin alma…en el silencio. En el silencio una luz, inesperada, me desbordaba de sonido con un enceguecedor mundo de recuerdos en medio de esa oscuridad que todo lo abarcaba. Era demasiado hermoso, como el hermoso final del final de un cuento… demasiado hermoso para dormir.
Por la mañana no fue el sol quien me despertó, como sucedía habitualmente. Sino la lluvia, o el espíritu de la lluvia que se lloraba agritos, y me lloraba. Me desperté mudo, sin alegría. Sobre la ventana estaba esa música de agua que hundía sus dedos en los vidrios… me acerque a ella y mire durante un largo rato, todo estaba allí: la casa de enfrente oculta entre los árboles, el parque, la calle. Parecía como si una tenue luz estuviese en todas partes sin dirección y sin sombra. Algún charco que otro reflejaba nada.
Quizá ya sea tiempo de detenerme a explicar como se desarrolló lo que habría de acontecerme. Había esperado ansiadamente ese fin de semana para salir, y poner en práctica la puntería de mi cámara de fotos, y de mi ojo. Desde hace muchos años que me dedico a la “Caza Fotográfica”; competencia con migo mismo, que deja trofeos de nitrato de plata… Cazador de almas, animales, romances, cazador de soledad, angustia, inmensidad…
Y aquel, era uno de esos días en que podría robarlo todo, sin límites: soledad, angustia, almas y romance. Pues a diferencia de lo que muchos imaginan, los días de lluvia son para un fotógrafo, ideales. Muy por el contrario, las mañanas soleadas con sus sombras, dan duros contrastes difíciles de manejar. Pero la luz, en la atmósfera de la lluvia, se muestra suave y envolvente como el cuerpo de una mujer, y hasta se diría, que se deja acariciar.
Fue así como la lluvia quebraba contra los cristales… arrojando sobre mi el aliento de una necesidad. El techo del cielo, cubierto sobre el mundo con una espesa entretela de conglomerado gris, me habló de palabras, objetos y sensaciones tan disímiles entre si, que no supe muy bien a que atribuírselas en un principio. Observando a la lluvia que transcurría en su lenguaje de tormenta y nubarrón, pensé: en relojes detenidos o sin tiempo, pensé en espejos y en el frío mercurio gris que despoja a los reflejos de su vida, pensé invariablemente en grises instantáneas fotográficas. Sentí el gusto de una gris bocanada de humo proveniente de mi cigarrillo. Y por fin pensé, en un grisáceo y difuminado desnudo que había fotografiado años atrás: de una novia ya olvidada.
La lluvia que comenzó a diluirse, se transformó en una intensa garúa que empañaba los vidrios, y empañaba los espejos, y quizá mis ojos empañados allí sobre el reflejo del cristal. Entonces la necesidad se hizo más intensa. Una brisa de aire se deslizo por una rendija de la puerta de entrada. Y pronto, me vi expulsado hacia ese clima de blando y agamuzado gato durmiendo. Fue entonces que me decidí a recorrer la ciudad, con el impreciso fin de capturar alguna extraña y fugaz imagen bajo la lente de mi cámara de fotógrafo. Tome el piloto, algunas lentes, y me colgué la Cámara al cuello. Cuando cerré la puerta de mi casa y las primeras gotas se deslizaron sobre mi rostro, supe con certeza, que había elegido el día apropiado para fotografiar a la vida...
Extrañas y comunes a la vez fueron las fotos que tomé de la ciudad, bajo el candado de la lluvia que se me antojaba tan espeso y gris, como el telón del cielo: un tranvía, la estación de trenes, un gato soñando tras una ventana, automóviles, calles desiertas, etc... Fueron estas algunas de las imágenes que capture, mientras esa extraña tristeza de los días lluviosos me embargaba, con su aliento o sabor a ¨Nada¨, mezclándose a todo, o rebullendo tras las imágenes que secuestraba la lente de mi objetivo; y tragándose a ese vacío que mas que una tristeza me sonreía con los labios de la melancolía. Quizá a partir de ahora debería llamarlo así a ese gris impenetrable de la lluvia y el asfalto, que me embarga  como un dulce final que veda a mis ojos de todo otro color: Melancolía.
Y porque hallé a esa presencia que quizás ningún fotógrafo se atreva a revelar en su cuarto oscuro y a solas... porque lo encontré sentado en un banco de plaza, bajo la lluvia. Porque era muy anciano, y me llamo la atención es la soledad en la que se encontraba, mojándose premeditadamente, aguardándome  premeditadamente. Y aunque hubiera sido una muy buena cara para fotografiar, en ese instante en que lo vi, como un fantasma, me quedé paralizado, sin atreverme a digitar mi dedo sobre el disparador... pues me quedé quieto observando hacia su ojos y los contornos de su cara, que bajaba hacia un cuerpo enjuto y encorvado bajo el sobretodo.
Sus ojos eran de un penetrante indagar, como si esos minúsculos botones del terciopelo gris se preguntaran en ese instante, sobre el intervalo inconcluso entre la nada del todo: ese espacio que sólo el silencio puede abrir como un abanico y en el que transcurre la vida. Su cabeza calva, puntiaguda y opaca, describía un cráneo que sólo algo como la filosofía podía conjeturar. Se notaba que en el, la metafísica viajaba entre ceja y ceja. Su rostro era pálido, conciso, ahuecado, de prominentes pómulos y surcado por anchas y filosas expresiones; pero que en su conjunto sugería, una dulce tristeza: el ala partida de una gaviota entre nube y nube, la aleta de un delfín, la piel tersa y mojada de un elefante. Arrugas hundiéndose hacia el negro de los pensamientos y dilatándose hacia un blanco de tiza muerta. Y la palidez, que coagulaba un extenuado blanco, caía como solo pueden caer las cosas que llegan a su fin. Luego su sobretodo negro, cubría un cuerpo que se notaba era un guiñapo de piel pegada a los huesos. En cambio las manos, firmes, se posaban una sobre la rodilla y la otra, haciendo un huequito, cubría de  las gotas un cigarrillo envuelto en espesas volutas de humo. Los zapatos al igual que sus ojos, también eran de gamuza. Aterciopelados zapatos y aterciopelados ojos. No llevaba lentes, pero se notaba que su nariz, como de ave, había sido sometida a este artefacto. Se notaba que había leído tanto como se había escrito  sobre el, pues los negros tipos de imprenta y los blancos lechos de papel también le pertenecían.
Luego, viéndolo allí, meditándolo u observándolo todo desde ese lugar tan apartado de un banco de plaza…expuesto ante la lluvia; me pregunte como seria su voz, porque la imaginaba profunda y apagada por el tiempo. Una voz que hablaba del tiempo. Cuando me acerqué, el anciano alzo sus ojos como si me aguardara…y entonces le pregunte la edad. Por supuesto que el anciano, sonrió, después de decirme: ¨ Mi joven fotógrafo, los colores no tienen edad, pero de todos ellos es el gris el primero que envejece ¨. Sin lugar a dudas era el gris el color que mas relacionado estaba con mi vida.
Luego de esta respuesta, alcé mi cabeza al cielo y las nubes se abrieron como un telón que pronto se descubre para otra función. Entonces el sol cayó a borbotones, la ciudad volvió a recuperar sus otros colores y el gris se disolvió… que me dejo como un gris en el alma, decidí abandonar para siempre mi afición a la fotografía, es decir al gris, a ese termino medio entre un blanco y un negro; para dedicarme desde entonces, a los colores.

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